El yoga llegó a mi como el regalo más grande, de una manera desapercibida y sin anunciarse. Llegué a mi primera clase a través de una amiga del colegio, Daniela, que me preguntó si quería acompañarla a una clase. En ese momento las dos estábamos inscritas en un estudio de baile donde tomábamos clases de jazz y ballet y donde decidieron implementar esta nueva clase de yoga. 

No exagero cuando les digo que esa primera clase de yoga a mis catorce años me cambió la vida. Fue solo un instante, un momento, en que la profesora me dijo que estaba bien, estaba bien respirar y estaba bien ser. Déjenme decirles que nunca antes en mi vida nadie me había dicho eso. Siempre sentía que tenía que pretender, que tenía que aparentar, que tenía que ser algo que no era para encajar. Ni siquiera sabía que respiraba, sólo asumía que mi cuerpo se ocupaba de esta acción tan básica y tan humana naturalmente sin esfuerzo o cooperación de mi parte. 

Entonces ella me dijo que respirara y fue como un antes y un después en ese momento. Realmente el primer momento que me escuche respirar fue el primer momento que me enamoré de mi vida. Yoga me dio el acceso a este amor, y así que me enamore del yoga también por darme un gran regalo. 

Deben entender que hasta este momento mi vida había sido cuadrada, siempre tratando de sacar buenas notas, de sobresalir como gimnasta, de complacer a las personas a mi alrededor, de no molestar, de no incomodar y mi primera maestra de yoga me demostró que no había que encajar. Estaba en la universidad estudiando, tenía el pelo corto y azul, usaba unos tenis grandes y fosforescentes y siempre llegaba con sus audífonos del bus. Para mi era como ver un alien.

Tuve mucha suerte.

Sobre todo porque esta profesora no se enfocaba en perfeccionar asanas sino en simplemente ser y respirar. Yo tenía una crisis de perfeccionismo y ella era el perfecto antídoto a lo que en ese momento necesitaba. 

Al paso de los meses la clase se disolvió, no se si por falta de popularidad o por la naturaleza errante de la profesora, el caso es que no continuo. Pero ya se había sembrado la semillita dentro de mi y no había manera que yo abandonara esta práctica que tanto me había dado en tan poco tiempo. Rápidamente busqué un estudio de yoga cerca de mí y empecé a ir todas las semanas. 

Este estudio era diferente, se enfocaba más en la parte física, en los asanas, pero como yo era joven, fuerte y flexible de muchos años de gimnasia la práctica me gustaba y me retaba. Creo que una parte profunda de mí ya entendía que el yoga iba más que la postura y que simplemente disfrutaba estar ahí. Disfrutaba ir tres horas a la semana y salir un poco de mi rutina del colegio, de amigas, de estudios y de fiestas y enfocarme en mi. Mientras otros tomaban fútbol o ballet como extra curriculares, para mi era yoga.   

Así continué mi práctica hasta que me gradué del colegio y me fui a la Universidad de Texas en Austin a estudiar. Una vez en Austin rápidamente busqué un estudio de yoga que estuviera cerca para poder ir a practicar. Encontré un estudio que podía tomar el bus para ir y un par de veces a la semana iba a clases ahí.

A veces el bus se atrasaba o peor no llegaba, y aunque la práctica de yoga me ayudaba a dejar ir un poco mi nerviosismo y ansiedad, más de una vez llame a mi ex novio o una amiga llorando porque el bus no llegaba y estaba atascada en media ciudad en la oscuridad. Pero tal era mi determinación de ir a practicar que continuaba con este ritual. Con el paso del tiempo conocí a una buena amiga que tenía carro que me llevaba.

Sucedieron una serie de sincronías. 

Llegando al fin de mi segundo año de estudio, en el gimnasio de la universidad había un letrero que anunciaba que se buscaban profesores de clases en el gimnasio. Vi el letrero y como si todo se alineará mágicamente hubo una serie de sucesos que pasaron simultáneamente o por lo menos así lo percibo porque no se que vino antes y que después. Aplique al puesto de vacante de profesora de yoga, fui a una entrevista y di una clase y aplique y me aceptaron a un programa de entrenamiento en Costa Rica justo las fechas que iba de vacaciones de vuelta a mi país. 

Llegué a Nosara donde se realizaría el teacher training con muchas cargas emocionales, incluidas mi ex novio y su perro. El mes y medio que pasé en la sala de yoga y en la playa fue uno de los periodos más transformadores de mi vida. Fue como si el tiempo se detuviera y a la vez se acelerara. 

Parecido a la aplicación como profesora y el entrenamiento, no sé qué vino antes o después. Solo se que me gradué y no era la misma persona. Sentí que algo había cambiado en mí, que me valoraba más, que me escuchaba, que sabía discernir mejor y que confiaba más en mi propia intuición. Fue así como dejé mi relación tóxica con mi ex novio y me sentí tan feliz y tan liberada, como si la carga emocional de una relación disfuncional ya no la arrastraba. 

Llegué a Austin feliz, contenta y emocionada de empezar a dar clases y así empecé a enseñar abriendo un nuevo capítulo y toda otra historia para otro día. 

El yoga me transformó la vida, y fue a través de grandes maestros que llegué a este lugar de mayor bienestar. Espero que al enseñar les pueda ayudar con lo que he aprendido. 

El resto de la historia vendrá en su momento. 

Gracias por estar aquí y gracias por leerme. 

Nos vemos en el mat,  

Ariela